Arnold Schönberg contra la comodidad
Arnold Schönberg ha grabado su nombre en la historia fundamentalmente por sus aportes relacionados con la composición atonal, aquella que fue capaz de entrar en pugna con los estrictos estándares definidos por las normas de la tonalidad y que constituían la base sobre la cual se había edificado la instrucción académica de todo estudiante de la música durante los primeros años del siglo XX. La denominada Segunda Escuela de Viena, de la que el autor fuera uno de sus fundadores y que daría paso al despliegue del dodecafonismo, constituye un claro testimonio de esto. Asimismo, su especialmente prolífica reflexión sobre la teoría musical, sus incursiones en la plástica y su particular aversión al número trece, hicieron de este pensador vienés una personalidad que no pasaría inadvertida en lo que se refiere a las artes, incluso más allá de los dominios de la musa Euterpe. Sin embargo, de menor difusión ha sido el planteamiento ético que el artista y maestro sostuvo a lo largo de su vida y que aplicó de manera transversal en el grueso de sus cometidos: una postura decidida y firme contra el inmovilismo acomodaticio.
Este elemento crucial en el ideario del autor queda lúcidamente sintetizado en el breve prólogo de la primera edición de su Tratado de armonía, obra que vio la luz en 1921, donde apunta sus lanzas hacia lo que considera la más característica expresión de la decadencia de su época —un periodo marcado por los estragos de la Primera Guerra Mundial—: “Nuestro tiempo busca mucho. Pero ha encontrado ante todo una cosa: la comodidad”, sentencia. Y es que la cuestión no supone ninguna trivialidad, pues el compositor devela la profundidad y el alcance del asunto, especificando que “se pone de manifiesto con toda claridad lo que es en el fondo la comodidad: superficialidad. Así resulta muy fácil tener una ‘concepción del mundo’, cuando solo se tiene en cuenta lo que resulta agradable”. Reflexión de importancia capital si se trae a colación el que los años de la posguerra exigían a las naciones abordar los avatares de la época con todas sus glorias y miserias.
Es a partir de estas concepciones que el músico, asumiendo su rol como maestro, se instala frente a sus estudiantes con el valor de saberse falible, renunciando a la comodidad que supondría el ser depositario de una pretendida verdad categórica, cuestión que había caracterizado a la tradición en materia de enseñanza. Por esta vía, entonces, tanto el profesor como el alumno quedan sometidos al malestar producido por la incompletitud del conocimiento, posibilitándose así la emergencia de la necesidad de la búsqueda, condición sine qua non para el movimiento desde el cual puede surgir lo nuevo. “¡Espero que mis alumnos busquen! Porque han llegado a saber que se busca solo para buscar. Que el encontrar es, en efecto, la meta, pero que muy a menudo puede significar también el final de esa tensión fructífera”, subraya. Una postura que no rehúye de la eventualidad del error, pues estos “me obligaban a someter a nuevas pruebas y a una mejor formulación todas las ideas personales o insuficientemente comprobadas que había aventurado”.
De este modo, Arnold Schönberg determina como premisa esencial para la acción humana el que “solo el movimiento produce lo que puede llamarse verdaderamente formación. Es decir: preparación, conocimientos sólidos”, “solo el movimiento es capaz de conseguir lo que el cálculo no logra”. Esa declaración sobrevuela a través del territorio de cada una de las nueve musas y se extiende al dominio de toda producción cultural.
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