La doctrina católica en dos falacias
El ascenso del racionalismo en los más diversos espacios de la vida de los Estados, cuyos avances científicos habían puesto en entredicho el relato de la denominada historia sagrada presente en el canon literario católico, terminó por horadar a tal punto el mito cristiano que el papa León XIII se vio en la necesidad de proclamar, en 1893, la encíclica Providentissimus Deus, que establecería las bases para los estudios bíblicos, cuyo fin último habría sido la restitución del dogma según el cual los “escritos bajo la inspiración del Espíritu Santo tienen a Dios por autor”, sentenciando así su infalibilidad. De este modo, el sumo pontífice determina que todo portavoz de la Iglesia que tenga por encargo la instrucción de los fieles deberá emplear para su cometido la Vulgata, versión en latín de la Biblia traducida desde el griego, “la cual el Concilio Tridentino decretó que había de ser tenida como auténtica en las lecturas públicas”. No obstante, el autor de la carta solemne se encontraba al tanto de las controversias respecto de la validez histórica de las escrituras, y es que los hallazgos procedentes del estudio de las culturas antiguas y los progresos en filología de oriente no solo contribuían con fundamentos certeros a la crítica ilustrada contra el cristianismo, sino que debilitaban la confianza que los fieles habían depositado en la verdad revelada. De esta suerte, dada la inconsistencia entre la escritura sagrada y la evidencia cada vez más contundente proporcionada por las ciencias, la Iglesia tuvo que incorporar en su práctica la vieja máxima de Agustín de Hipona: “si algún pasaje resulta ambiguo o menos claro […] el recurso a la lengua precedente será utilísimo” (Doctrina cristiana, tomo 3, 397-426).
Es a partir de estas definiciones que el papa Pío XII, cincuenta años más tarde, anuncia la encíclica Divino Afflante Spiritu, llamando a la “adaptación de los estudios de las Sagradas Escrituras a las necesidades de hoy”, pues, en correlato con la experiencia de León XIII, la investigación en lenguas antiguas imponía serias dudas sobre la legitimidad del texto bíblico. De este modo, el pontífice procura, en primer lugar, zanjar la discusión sobre la situación de la Vulgata afirmando que “no se trataba de los textos originales en aquella ocasión”, pues esta obra había sido aprobada por la Iglesia no por razón de su fidelidad con los textos iniciales, “sino más bien por su legítimo uso en las iglesias durante el decurso de tantos siglos”. En segundo término, explicita su alineamiento con el llamado de Agustín de Hipona de ir a las fuentes primarias para resolver eventuales controversias, cuestión que tuvo como uno de sus efectos la producción de la Biblia hispana de Eloíno Nácar y Alberto Colunga, primera traducción directa desde las lenguas primitivas. Sin embargo, surgió entonces la pregunta sobre el estatus de autenticidad de esta nueva versión y el de la Vulgata. Ante esto, la Iglesia responde que, dado que la verdad revelada había sido puesta primero en la inteligencia de los profetas y luego en el texto, toda discrepancia deberá ser resuelta por sus herederos, de modo que, tal como indica el Concilio Tridentino, “en la exposición de la Sagrada Escritura […] a nadie es lícito apartarse del sentir de los Padres y de la Iglesia”.
Queda resuelto entonces que la llamada escritura sagrada, a cuyo autor se atribuyó la cualidad de la infalibilidad, sea en la Vulgata o en traducciones desde fuentes originales, habrá de subordinarse a la autoridad de los representantes de la Iglesia y al uso según la tradición, dos falacias bien conocidas en lo que a argumentación se refiere.
En la imagen: Hans Holbein. El cuerpo muerto de Cristo en la tumba (1521)
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