Lo imposible del progreso en el París de Charles Baudelaire
Charles Baudelaire supo retratar la acelerada modernización europea de mediados del siglo XIX, a través de su pluma, en tiempos en los que París experimentaba cambios decisivos a raíz del plan de renovación urbana mandatado por Napoleón III durante el Segundo Imperio. Tal proceso cambiaría por completo la organización de las relaciones sociales en la capital gala, en nombre de una industrialización indisociable de la idea de progreso, poniendo en su centro al ciudadano europeo como modelo de representación de la subjetividad. Es en este contexto donde el poeta se interroga por el lugar del hombre de la época, constatando que, tras bambalinas del proyecto burgués, se esconde un submundo cínico, lleno de mezquindad, egoísmo y contradicciones, que no hace sino quitar de la escena a aquellos que no armonizan con la imagen del individuo instalado a fuerza por el ya rampante sistema de producción económica. Así, expone a la modernidad a través de sus habitantes en los bordes: anónimos, solitarios, precarizados, algunos fantasmáticos revolucionarios, otros atrapados en la mecánica búsqueda de lo nuevo que, en su repetición, ha perdido su encanto. La modernidad, para Baudelaire, será aquel estado en el cual convive lo radiante y lo caótico, multiplicidad que transita sin escala entre el ensueño y la pesadilla. Esta visión ha sido rescatada en la obra El spleen de París o Pequeños poemas en prosa, publicada de manera póstuma en 1869, donde, en cincuenta piezas, se retrata la colisión frontal de un sujeto heredero de una tradición de valores universales con una época alimentada por el incansable consumo de la novedad que deja tras de sí grandes miserias.
Dentro de esta colección se encuentra el poema en prosa titulado Los ojos de los pobres, que da cuenta del fracaso de dos amantes que, una vez roto el espejismo de la complementariedad, constatan la infranqueable distancia que hay entre cada ser humano. El café, escenario de este desencuentro, es mostrado como síntesis de la conquista del hombre sobre la naturaleza y la tradición. Sus instalaciones, la blancura de sus paredes, los oros de las molduras y cornisas parecen expresar con mayor eficacia las nociones de belleza que otrora habían sido puestas en la naturaleza, domesticada en la figura de un halcón posado en el puño de una bien vestida dama y perros atados con traíllas dentro del lugar. Hebe y Ganímedes, solemnes en el mito, son ahora “puestos al servicio de la gula” de los mortales. Deidades arrancadas del firmamento para servir en el mundo de lo contingente y perecedero. Elementos hábilmente seleccionados como metáfora del discurso triunfante de la época. Sin embargo, la deslumbrante imagen de la armonía del progreso se ve alterada por la irrupción de aquello que había sido puesto fuera de la escena, amenazando la consistencia del relato universal sobre el hombre nuevo de la modernidad. Se trata de los pobres: una familia vestida con harapos que asoma sus ojos a través de los cristales del café, compuesta por un supuesto padre y sus niños, ubicados en la calzada del bulevar, es decir: en la periferia. Una zona donde el relato de la modernidad no admite la existencia de habitantes, sino solo de transeúntes.
En este punto, la operación de expulsión de la diferencia opera con especial significancia. El establecimiento de un adentro y un afuera, separados por la casi etérea presencia del cristal, adquiere extraordinaria solidez cuando el autor deja en claro que de ningún modo esos otros —accidentes que deambulan en pena por los no lugares—, tendrán permitido participar desde sus propias condiciones de existencia en la crónica de los tiempos del progreso industrial. Son ojos sin rostro, despojados de una voz que les permita articular sus propias historias, y que, sin embargo, son interpretados desde la más arbitraria conveniencia por los afortunados moradores del palacio de la modernidad. El despechado amante cree dilucidar, en los ojos de los pobres, la expresión de la admiración por la belleza del café. Pormenorizadamente, es descrito el sentir de cada uno de ellos a través de sus miradas: el padre, embelesado por la hermosura de la fortuna que cuelga de las paredes del lugar, “como si todo el oro del pobre mundo hubiese venido a presentarse sobre estos muros”; el niño más grande, también deslumbrado, aunque resignado ante las marcas de su condición de clase; y el más pequeño: con sus ojos “demasiado fascinados para expresar otra cosa que un júbilo estúpido y profundo”. Ojos que no operan sino como espejo que amplifica la vanidad del sujeto de la nueva era.
En seguida, el amante, en su intento por producir la unificación de todos los elementos para arribar a un resultado esplendoroso, se dirige a su acompañante esperando encontrar en sus ojos su propio reflejo: —“Volví la mirada hacia la suya, amor mío, para leer en ella mi pensamiento; me sumergí en sus ojos tan bellos y tan extrañamente dulces, en sus ojos verdes, habitados por el Capricho e inspirados por la Luna”. —“¡Esa gente me resulta insoportable con sus ojos abiertos como puertas de cochera! ¿No podría pedirle al maître del café que los eche de aquí?”, expresa ella con absoluta desidia. En su desconcierto, el malogrado protagonista de este poema en prosa no obtiene sino la constatación de la imposibilidad de la armonía entre los diferentes elementos que componen la escena. En su diferencia, ni los pobres en el afuera, reducidos a meros espectadores, ni su amante en el adentro, representante del desprecio hacia los otros, posibilitan la unidad pretendida por un discurso totalizador como lo es el del progreso. Y es que, como indica el poeta maldito más adelante en el relato: “¡Tan difícil es entenderse […] y tan incomunicable es el pensamiento, incluso entre personas que se aman!”.
Escrito para el número 3 de Gaceta Léucade (segunda época). Mayo de 2024.
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