A la mañana, un acto de fe
Quizás de todas las rutinas que suponen un cierto espacio de transición entre el hacer un algo determinado para pasar a hacer otra cosa, también determinada —cuestiones de las que algo podría ser contado si es que se está haciendo o dejando de hacer, a su vez, otra cosa, por supuesto, necesariamente determinada—, la espera del transporte público, sobre todo a muy tempranas horas de la mañana, sea la de mayor tedio, involucre menos expectativas, invite menos a la sorpresa y tenga un mayor aire de cierto sopor propio de la fatiga que supone muchas veces la faena del sueño. En un momento de transición como este, entonces, yace un funcionario cualquiera, adormecido en un paradero cualquiera, en una calle solitaria, también como cualquiera, cuya vista de en frente no hacía otra cosa que reflejar la propia escenografía en la que él se emplazaba, salvo que en dirección contraria y totalmente despoblada. Así, estando yo mirando sin mirar realmente, veo que llega al desierto paradero una mujer disonantemente alegre, acelerada, colorida, de esas que se sienten hermosas y lo subrayan con sus vestidos, obviando al mundo en favor de frenéticos intercambios de mensajes vía remota vaya a saber uno con quién. Toma asiento ante mí —si es que puedo hacer referencia a mi persona en una escena en la que yo prácticamente no tenía existencia— como una reina que hace su entrada en los salones de la socialité apersonándose desde su trono, aunque en ausencia absoluta de la solemnidad que coronan esas situaciones. La observo entonces, produciéndome cierta extrañeza, cierta gracia, también cierta molestia por su indiferencia hacia nuestro entorno —aunque decir nuestro es un abuso del lenguaje, pues nada daba cuenta de que compartiéramos algo. Pero de pronto la reina deja de ser reina, sin desviar su mirada de la pantalla que tenía en sus manos sus hombros se encogen, su colorida cabeza se inclina, junta sus rodillas apresuradamente y sus muslos medio descubiertos y brillantes, incluso a esas horas de la mañana, son cubiertos por su también colorido bolso. Algo de mi sopor se espanta. Tomo distancia, por decirlo así, con la mirada, y reconfiguro la escena agregando a la composición la figura de dos hombres recién llegados, probablemente unos desconocidos entre sí, pero extrañamente coordinados. Ambos se sitúan detrás de la mujer, fuera del alcance de su vista, como al acecho de ella —sin estarlo realmente—, que ahora pasaba del semblante de una reina a la posición del armadillo.
Un pequeño cachorro rodeado por dos hienas en medio de la nada. Algo así pasaba por mi cabeza frente a la imagen que estaba viendo. El cambio en la postura del cuerpo de la mujer parecía comprobar mi hipótesis y acusar recibo de las implicancias de tales circunstancias.
Es cierto —lo confieso—, declaré que no había tal cosa como un nosotros en toda esta escena, que se presentaba ante mí como una plástica en un museo a cielo abierto. Pero algo de la composición no iba a estar completa, con lo exasperante que resulta aquello, si es que yo no tomaba partido de cierta manera. Por lo tanto, me pongo de pie, entro en acción y me dispongo a mirar fijamente a las hienas con la severidad de los guardias del palacio de Buckingham —del sopor de la mañana… viejo recuerdo—, pero el autobús llega y de improviso desbarata mi afiebrado heroísmo. Los hombres, que hace segundos eran hienas —juro que es cierto—, dejaban el paradero con la misma indiferencia con la que habían llegado a este. La mujer, por su parte, sin despegar una milésima de segundo su mirada de la pantalla, y que se había quedado en el paradero, ahora vuelve a ser reina.
Con cierto alivio —y en esto el lector tendrá que admitir un acto de fe— La mujer y yo —sí, me he tomado la arbitrariedad de asumir un nosotros— dijimos al unísono y para nuestros adentros: Bien, el crimen no ha sido perpetrado.
Publicado originalmente en Revista Alerce (N° 91) en marzo de 2022
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