Poder institucional como soporte para el posicionamiento de un saber
Sigmund Freud, en su texto Sobre el psicoanálisis silvestre (1910), expone, casi en forma satírica, el riesgo en que se incurriría cuando los preceptos propios del psicoanálisis son puestos en práctica por quienes no han recibido una formación en el seno institucional de la disciplina. Tal supuesto resulta persuasivo si se toma en consideración la especificidad del marco epistemológico de la obra freudiana. No obstante, es preciso poner sobre la mesa los elementos contextuales que dan origen a esta postura que en 1919 contradecirá expresamente. Es verosímil afirmar que hacia 1910 el interés de Freud era sostener la institucionalidad del psicoanálisis a través de la IPA , asegurando para ella la prerrogativa de la formación, lo cual se desprende de las propias palabras del fundador cuando señala que “Esa técnica no puede aprenderse todavía en libros”. Sin embargo, casi una década más tarde, en su texto ¿Debe enseñarse el psicoanálisis en la universidad? (1919), después de una significativa consolidación institucional, Freud dará un giro notable cuando afirme que “la universidad únicamente puede beneficiarse con la asimilación del psicoanálisis en sus planes de estudio”, expandiendo el campo de la transmisión de la disciplina y su discurso más allá de las instituciones propiamente psicoanalíticas. La operación que tiene lugar en este proceso, contradictoria en primera instancia, encuentra algunas coordenadas explicativas acudiendo a elementos extrínsecos a la cuestión estrictamente epistemológica del saber psicoanalítico ligados más bien a la construcción de un movimiento que, al obtener un cierto grado de solidez, puede permitirse su propagación instalándose en otros territorios institucionales.
Dicho lo anterior, lo que aparece como problemático es la instalación social de una determinada práctica que defiende su ejercicio a partir de la validación de la especificidad de su marco epistemológico, pero que, en realidad, se ha conformado históricamente sobre la base de una conquista institucional que, paulatinamente, ha devenido en un discurso de poder, con el consecuente riesgo de invisibilizar otros discursos. En el caso del psicoanálisis, el punto de partida de esta conquista es que “la elaboración de cierta epopeya freudiana, aunque mítica, es central para el establecimiento no sólo de un linaje identitario, sino para el propio ejercicio profesional”, tal como señala Catriel Fierro (Políticas psicoanalíticas (I): Controversias en la Historiografía del Movimiento Psicoanalítico desde la Sociología del Conocimiento y los Estudios Sociales de la Ciencia, 2016), implicando esto un elemento exterior al mero qué hacer teórico/práctico del psicoanálisis y que concierne más bien a aspectos políticos. Por supuesto, de esto no se sigue necesariamente que el valor epistemológico de un saber vea su validez comprometida debido a la existencia de un marco institucional que le da soporte, sino que más bien ofrece elementos para un análisis que pueda reconocer la multiplicidad de factores que posicionan ciertos discursos por sobre otros, superando la idea de una asepsia teórica, para reconocer los elementos culturales que la componen.
Dadas estas tensiones entre el discurso médico en salud mental y las identidades no hegemónicas, resulta relevante problematizar al primero a partir de lo tratado. De forma análoga al caso del psicoanálisis, si tanto el linaje identitario como el propio ejercicio profesional de los médicos especializados en salud mental se encuentran condicionados por una epopeya: la de la asepsia teórica positivista que deja fuera de la escena los factores extra-científicos que condicionan su saber, será necesario entonces sacar a la palestra el discurso médico para confrontarlo con aquellas manifestaciones que no han sido aprehendidas por este. Se trata, en última instancia, de explorar si lo que es catalogado por la medicina como experiencia de salud/enfermedad constituye o no, en términos de Ivan Illich (Némesis médica, 1975), un “enmascarar las condiciones políticas que minan la salud de la sociedad”, invisibilizando, por la vía del ejercicio del poder institucional –y no estrictamente epistemológico–, otros discursos que al día de hoy han sido considerados como disidentes.
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