El intercambio epistolar entre Freud y Einstein acerca de la guerra
En 1931, por iniciativa de la Comisión Permanente para la Literatura y las Artes, dependiente de la Liga de las Naciones, fue organizado un intercambio epistolar entre destacados intelectuales de la época sobre los más variados temas que pudieran estar ocupando sus reflexiones. Albert Einstein, uno de los primeros convocados, eligió a Sigmund Freud como el destinatario de sus inquietudes. La correspondencia en cuestión sería publicada en 1933 y traducida al francés e inglés, aunque censurada entre los alemanes. Si bien para el vienés el ejercicio habría consistido en no más que una actividad tediosa y estéril, como confesara a su colega Max Etington, no desaprovecha la ocasión para deslizar sus ideas sociológicas sobre el ser humano y el destino de la cultura occidental.
El físico interpela a Freud para que se pronuncie sobre lo que consideraba el problema más imperioso para la humanidad durante esos años: la guerra. Esto porque había caído en la cuenta de que, dado los notables adelantos en materia científico-tecnológica, la guerra moderna hacía palpable la posibilidad de la destrucción de la civilización misma y, entre tanto, no había visto más que impotencia por parte de los Estados en sus intentos por evitar la potencial tragedia. De manera que, partiendo de estas premisas y sin mayores preámbulos, demanda al padre del psicoanálisis respuesta para la siguiente pregunta: “¿Hay algún camino para evitar a la humanidad los estragos de la guerra?” (Sigmund Freud. Obras completas volumen 22, Amorrortu, 1991). Freud articula su contestación subrayando el inseparable vínculo entre aquellas fuerzas pulsionales de vida y de destrucción que buscan su satisfacción y que, en un proceso dialéctico, son las productoras de los fenómenos de la vida. A partir de esto, refiere que en el paso del estado salvaje hacia el derecho, el componente destructivo de la pulsión solo habría cambiado de escala, pues “ya no es la violencia de un individuo la que se impone, sino la de la comunidad” mediante una renuncia de satisfacción, aunque advierte que la distribución de las fuerzas dentro de esta no es igualitaria, por lo que se reproduce la imposición de unos sobre otros, siendo esta la causa de numerosos conflictos ocurridos desde los tiempos antiguos hasta el presente.
Pero Freud no rehúye el requerimiento demandado por su remitente respecto al problema de la guerra. Él pone sobre la mesa, como tentativas soluciones, el fortalecimiento de la pulsión de vida a través del amor, como también la posibilidad de erigir una sociedad basada en el sometimiento de las demandas de satisfacción al imperio de la razón, pero concluye que estas metas no son más que meras utopías. Sin embargo, articula su reflexión de otro modo, preguntándose, dado que la pulsión destructiva parece tan acorde a la naturaleza del ser humano, “¿Por qué nos sublevamos tanto contra la guerra, usted y yo y tantos otros? ¿Por qué no la admitimos como una de las tantas penosas calamidades de la vida?”. Su respuesta será que la guerra se opone al proceso cultural, cuyo efecto es el progresivo desplazamiento y limitación de las metas pulsionales, en favor del fortalecimiento del intelecto y la interiorización de la agresión, “con todas sus consecuencias ventajosas y peligrosas.”. La oposición a la guerra en virtud del proceso civilizatorio será para el vienes, entonces, la inevitable fatalidad del programa de la cultura: el amordazamiento de la pulsión y, por ende, del proceso productor de todos los fenómenos de la vida.
Publicado originalmente en Academia Libre el 17 de agosto de 2019
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